lunes, 17 de mayo de 2010

Barbecou Texas Massacre: La Sierra es la Familia

1944, Austin, Texas. La sala de cine local, el Paramount Theatre, estuvo en aquel año a punto de transformarse en una improvisada sala de partos. Es que alguien muy inquieto y apresurado pujaba por salir a dar la bienvenida al nuevo mundo en aquel insólito lugar. Sólo en ese punto, aquel prematuro deseo no pudo ser cumplido, ya que su madre logró tener un parto normal en el hospital zonal. Sin embargo, el destino no quiso ser injusto y mezquino con él, y guiaría sus pasos por el camino correcto, transformándolo, finalmente, en el director cinematográfico que cambiaría el concepto del cine terrorífico moderno, con su ópera prima y obra maestra: The Texas Chainsaw Massacre.

Aquella tierna y no menos premonitoria anécdota, que antecedió la venida del pequeño Tob Hooper al mundo no quedó en sus padres sólo como un dato menor. Veían en el niño un espíritu creativo que debía ser incentivado. Es por ello que, para su cumpleaños número 10 no dudaron en regalarle su primera cámara súper 8, con la que el jovencito comenzaría a experimentar, armando su propio universo cinematográfico, en el que era amo y señor de sus incipientes creaciones, inspiradas en el cine que más le fascinaba y del que era asiduo y fiel espectador. “Nunca olvidaré cuando, aún siendo un niño, me tomaba el tren hasta Houston para ver los últimos estrenos de la productora británica Hammer Films y disfrutar de aquellos títulos memorables, como The Curse of Frankenstein o The Horror of Dracula.

Esos momentos quedaron grabados en mi mente y retina para siempre, así que no es descabellado pensar que mis primeros cortos caseros rindieran homenaje a esas películas”. Por suerte, todo aquel entusiasmo no se debía solo a la novedad del flamante regalo de cumpleaños y no se perdió a medida de que el muchacho crecía y buscaba encauzar sus inquietudes. Mientras finalizaba sus estudios se dedicó a realizar anuncios para televisión, películas industriales por encargo y algunos documentales. En 1972 Hooper emprendió su primer proyecto cinematográfico propio con un largometraje que tituló “Eggshells”. Eran tiempos de encendida agitación social; había finalizado la guerra de Vietnam, revueltas raciales y estudiantiles y la extinción del movimiento hippie. El cine de denuncia y con mensaje era un tópico prácticamente infaltable, de moneda corriente y casi obligatorio en los nuevos y jóvenes realizadores. Hooper, en esta primera incursión, tampoco quedó fuera del estilo. “La película retomaba el tema de Vietnam. El regreso a casa, la desaparición de los hippies y su conversión en los nuevos yuppies. Estaba ambientada en una comunidad, pero no tuvo repercusión. En cierto modo se puede entender que el fracaso de público que supuso Eggshells me llevó a rodar algo como lo que vendría luego”. No es bueno, dicen, reírse del fracaso ajeno. Pero en este caso haremos una entendible excepción, ya que si el ignorado e incomprendido primer trabajo de Hooper hubiese sido un éxito, quizás los siguientes pasos del joven director no hubieran sido los mismos y The Texas Chainsaw Massacre jamás hubiese existido, para nuestra desgracia. Tras esa frustrante experiencia, el director se puso a trabajar en un nuevo proyecto, junto a un amigo ilustrador y aficionado guionista, Kim Henkell. El objetivo era claro esta vez: ir directamente al grano y manufacturar un producto que fuera de interés para la industria cinematográfica. Sin paliativos ni coartadas culturales. El género de terror era el camino más corto, efectivo y menos costoso para alcanzar ese fin. Director y guionista tomaron dos películas clave como modelo: el clásico de Alfred Hitchcock, Psycho, y la innovadora Night of the Living Dead, de otro joven y promisorio director: George Romero.

La primera, un clásico indiscutido del género, les ofrecía un perfil más suavizado de la historia del caníbal y necrófilo de Wisconsin, Ed Gein, que ya era toda una leyenda local. El film de Romero, por su lado, demostraba cómo se podía hacer una película impactante y efectiva con poco dinero. De aquella, por lo menos en apariencia, prometedora fórmula nació la historia, y confeccionaron el guión, al que titularon originalmente “Headcheese” y “Leatherface”. Era la historia de un grupo de risueños jóvenes que hacen una salida de campo veraniega y terminan topándose con una sangrienta familia de carniceros caníbales y psicópatas. El relato iba tomando forma y se veía interesante, pero faltaba algo más. Algo totalmente diferente, brutal y realmente aterrorizante. El director confesaría, una década después de estrenada la película como nació la idea de incluir la sanguinaria y espeluznante motosierra. Hooper se encontraba haciendo las últimas compras para navidad, en un shopping lleno de clientes desesperados por conseguir las ofertas de la festividad. Una marea humana enloquecida prácticamente lo arrastró a un sector de exposición, dedicado a herramientas de pesado porte. De repente se vio frente a una pared repleta de motosierras de todo tipo y tamaño: “en treinta segundos, juro que ví la película completa pasar frente a mí”. La capital texana de Austin, ciudad natal de Hooper, pasaba por un momento cinematográfico nada despreciable y, de hecho, a la ciudad se la conocía como “el Hollywood de Colorado” al comenzar la década de los 70’s. El joven director tenía algunos contactos locales de interés que le servirían para el proyecto de su película y así pasar del remendado guión al celuloide tangible. La televisión estatal era uno de ellos. Hooper les había rodado un par de documentales, que generaban un volumen de producción nada despreciable, aunque hacía falta una ayuda institucional importante. Entonces se dirigieron con el guión a la Texas Film Comision. Ésta no subvencionaba proyectos cinematográficos privados con dinero público, pero sí podían conectarlos con inversores a los que les pudiera interesar la idea. También les jugaba a favor que la comisión estaba harta que cineastas forasteros fueran al estado a filmar películas con sus colegialas en pelotas, por lo que un proyecto netamente inspirado y concebido en Texas les cayó bien. Por otro lado, la reciente creación de un departamento de cine en la universidad, que formaba desde técnicos a intérpretes, era el lugar adecuado en donde buscar la materia prima humana dispuesta a embarcarse en el audaz proyecto. Pronto en escena comenzaron a aparecer personajes claves, que hicieron posible, a nivel económico, el rodaje de la película. Un tal Bill Parsley, hombre de negocios que se dedicaba a invertir pequeñas sumas en emprendimientos texanos, al cual le interesó el asunto y aportó u$s 60.000 para la producción, quedándose, por contrato, con el 50% de las ganancias de la película. Parslet creó, para la ocasión, una productora que tenía, por capitalistas, a un abogado de Austin que aportó u$s 5.000 a la sociedad, la hermana del guionista Kim Henkell, que entró a ella con u$s 1.000 más y un oscuro personaje que aparece en los créditos como productor asociado y que ponía u$s 10.000 en efectivo. Por lo que se decía, este era un reconocido traficante de marihuana del estado. Conseguido lo principal, el dinero, ahora había que poner manos a la obra y comenzar a filmar. Para ello deberían armar un equipo de trabajo eficiente, profesional, pero acorde con el escaso presupuesto con el que se contaba. Para esta tarea focalizaron su atención en reclutar personal de la universidad de Texas y de su departamento de cine.

El 15 de julio de 1973 dio comienzo el rodaje de la más bizarra y salvaje historia jamás concebida y filmada. Un equipo de veinte personas, entre personal técnico y actores se trasladaron a una granja (hoy lugar de visita turístico) en un aislado pueblo texano, llamado Round Rock. Las inclemencias del clima de la región se hicieron sentir despiadadamente sobre los recién llegados, dándoles, literalmente, una calurosa bienvenida. El calor era realmente abrasador e insoportable. El verdadero horror se viviría detrás de cámara y, es muy probable que la presión, bajo condiciones de trabajo tan precarias, desgastantes e insalubres, se tradujera en el demencial y opresivo clima que se respira minuto a minuto en el film. “Las luces comenzaron a derretir la grasa de los huesos y la carne que había sobre los platos comenzó a pudrirse. Todo el equipo se descompuso y se pusieron a vomitar fuera del set”, declaraciones éstas de Jim Siedow, el “cocinero”. Dottie Pearl, la encargada del maquillaje, tampoco guardaba muy buenos recuerdos de la experiencia: “Horrible, realmente horrible. Humedad, sol abrasador, bichos de todo tipo, un baño para todo el mundo, una docena de personas haciendo el trabajo de cincuenta, jornadas de 22 horas con una sola comida”. Bob Burns, director artístico fue, sin duda, el responsable de crear el ambiente enfermizo y malsano del interior de aquella vieja granja, convertida en matadero donde viven los carniceros psicópatas. El estilo de decoración, heredado del maestro del bricolaje necrófilo, Ed Gein, fue de evidente inspiración a la hora de montar el grotesco escenario. Para ello se necesitaron cantidad de huesos de toda especie. Burns, personalmente, se internó en el desierto bajo el implacable sol texano, en busca de osamentas: “Eran montañas de huesos de animales que ni se molestaban en enterrar. Había de todo; vacas, caballos, oveja y hasta

monos”, recuerda Dottie Peal, quien acompañaba a Burns en estas tétricas excursiones.

Luego de volver exhaustos y cansados, llenos de bolsas de huesos al set, Hooper decidió finalmente no utilizar tanto material de ese tipo, y debieron quemarlo. Pearl confiesa que, en aquella ocasión, le comentó a Burns un sentimiento más que genuino de lo que allí se estaba viviendo: “esto es enfermo, estamos trabajando en una película enferma y nos estamos convirtiendo en enfermos”. Una apreciación más que acertada y sincera, a juzgar por el resultado final del film. Burns recuerda cómo nació la mítica escena del armadillo para la película: “La primera mañana del rodaje encontramos el cadáver putrefacto de un perro que yacía en la carretera y lo filmamos. El último día encontramos un caballo muerto, con moscas y todo, pero a Tob y al cámara les dio tanto asco que ni lo rodaron. Hubiera sido un gran plano para empezar la película”. Aunque hay que admitir que la escena de aquel armadillo patas para arriba, al costado de la carretera y a pleno rayo del sol es una de las escenas más áridas y sofocantes, que se pudiera elegir como prólogo a la demencia que vendrá. El clima áspero y tenso de las jornadas de rodaje comenzó a hacerse notar en la relación entre los actores. Parece ser que Marilyn Burns, la protagonista femenina, entabló algo más que una buena relación con el texano capitalista de la película, Bill Parsley, quien la cubría de atenciones en su Cadillac con aire acondicionado, mientras el resto del equipo se fría al rayo del sol, entre esqueletos y carne podrida. Ed Neil, “el autoestopista”, recuerda la antipatía que se había ganado la joven y, que en aquellas condiciones límites, se estaba tornando peligrosa: “hubo más de una persona que nos disuadió de matarla”. A pesar de todo, el trabajo de

la actriz fue impecable y superó con creces lo imaginado.

Como bien lo resalta un acérrimo fanático, hasta la médula, del film, el desaparecido Chas Balum “no se escuchaba una gritona tan grande y convincente en la historia del cine desde Fay Wray en la versión original de King Kong de 1933”. Finalmente, y luego de 35 interminables días, llegó la ansiada última semana del rodaje, en la que, supuestamente, aquel calvario terminaría. Para el final dejaron la insoportable, demencial y ya mítica escena de la cena con los mongoloides

carniceros, babeándose junto a su desencajada víctima.

Todo lo vivido semanas anteriores fue como un perverso juego de niños, comparado con el verdadero infierno que se avecinaba en esa jornada. Veintisiete horas de tortura psicológica y física para técnicos, asistentes y actores. Encerrados todos en una habitación, cercados por potentes luces que iban calentando más y más el ambiente, tornándolo insoportable e irrespirable, más aún teniendo en cuenta que la carne se descomponía ya de por sí, por acción de la temperatura natural reinante, emanando un olor putrefacto y nauseabundo, que descomponía a más de uno del equipo. “Algunos tenían que salir afuera para vomitar. Después volvían a entrar”, recuerda el hoy mítico Gunnar Hansen, quien hizo

el papel del temible Leatherface.

Tras la traumática experiencia, la filmación llegó a su fin. Ahora venía el trabajo de post producción, con el que se le daría forma definitiva a la creación. Luego de un par de meses de montaje se pasó a la fase de sonido. Hooper metió mano directamente allí, ya que tenía algunas nociones musicales. El resultado final fue enfermizo, único y espeluznante. “Hicimos toda la música en una habitación minúscula, a base de métodos muy caseros, como magnetófonos de mano, por ejemplo. Mezclamos toda clase de sonidos: violines, banjos, tubas. Creamos ecos de la forma más rudimentaria posible: pasando el sonido de un grabador a otro. Experimentamos todo lo que se nos ocurrió”. El trabajo final fue pulido por un experto en la materia, Ted Nicolau, que había trabajado como mezclador de sonido nada menos que para “El Exorcista”. El siguiente paso fue mezclar los 16 milímetros originales en 35 milímetros, para así conseguir la atención comercial de las distribuidoras. En realidad a nadie le interesaba aquel desmadre pesadillesco, a manos de un director desconocido. Sin embargo, un tipo que chequeaba el resultado final del traspaso de la copia original a 35 milímetros y trabajaba en unos olvidados laboratorios de Hollywood les dijo una frase célebre a los responsables del film: “Hay un montón de personas enfermas en el mundo, y todas ellas van a ir a ver esta película. Muchachos, van a hacer un montón de dinero”. Para que aquella acertada y premonitoria predicción se hiciera realidad, pasó un tiempo considerable con la película rodando por infinidad de distribuidoras, que no daban un peso por ella o, si lo hacían, ni se llegaban a cubrir los gastos invertidos. Finalmente, dieron con unos mafiosos metidos en el negocio del porno, que se habían hecho ricos con la distribución del clásico “Garganta Profunda” y a los que se les endilgaba la misteriosa muerte de Bruce Lee, quienes se interesaron en la compra del film, para incluirlo en el catálogo de una nueva productora que habían inaugurado, fuera del mercado del porno, y que no era otra cosa que un lavadero de dinero. Compraron la película por u$s 225.000, más el 35% de los beneficios que recaudara a nivel mundial. Pronto la película, los primeros meses tras su estreno, se transformó en un éxito de taquilla inusitado, sobre todo en la programación de trasnoche. Pero la cosa no quedó allí. Los derechos de explotación en video fueron de u$s 200.000, la cantidad más alta, hasta la fecha, que se había pagado por una película independiente. The Texas Chainsaw Massacre, increíblemente dejó, económicamente, en sus creadores, un sabor amargo, plagado de juicios, contrajuicios, pleitos, acciones legales y muchas cuentas oscuras. Pero esa es una parte ínfima e insignificante, comparada con el culto y la irrepetible escuela que el film generó desde su concepción. Como muy bien alguien la definió, sin exagerar, es “Lo que el Viento se Llevó” de las películas de horror. “Todavía, al día de hoy, cada vez que mirás The Texas Cjainsaw Massacre, te das cuenta del tiempo que desperdiciaste en oscuras salas de cine, esperando ver eso nuevamente. Y eso es algo bueno. Nadie lo ha hecho mejor”, Chas Balum (1948 - 2009).


Nunca voy a olvidar la ansiedad y el nerviosismo que me invadieron la primera vez que, por fin, iba a ver aquel film oscuro y prohibido. Sabía de su existencia, con solo algunos datos muy escuetos. Y sólo había visto unos escasos minutos de algunas escenas en una película que recopilaba clásicos del cine de terror, y que aquí se estrenó con el título de “Terror en los Pasillos”, presentada por Dolnald Pleasense. Cuando vi aquellas fugaces escenas quedé atornillado a la butaca y sentí la misma sensación que cuando iba a las funciones en el cine teatro Premier, de la calle Corrientes, donde se proyectaban videos de rock, y pasaba horas allí sólo para ver pocos minutos de mis ídolos, Kiss y Alice Cooper. Fue en el año ’86 que conseguí una copia del film, grabada en VHS, a través de un comisario de a bordo de Aerolíneas Argentinas. Cuando supe que me la prestaría no dudé en viajar en un taxi hasta el barrio de Flores para hacerme de aquel tesoro prohibido. Aquel día hice un esfuerzo sobrehumano, pero esperé hasta la noche para verla. Sabía que la copia era en inglés, sin subtítulos, pero eso poco me importaba. Cuando presioné PLAY en la videocassettera y esa sugestiva voz en off, junto con el relato impreso al mejor estilo documental que nos introducía en parte del horror a venir, ya me di cuenta de que nada volvería a ser igual para mí, en la concepción que tenía de una película de terror. La textura de la filmación, aquellos actores totalmente ignotos y desconocidos y la montaña rusa sin freno ni destino final en la que se va transformando la demencial trama superó todo lo imaginable y entendible en ese sentido para mí. Todo me parecía demasiado horroroso y extremo, pero a la vez poco claro y comprensible. Y eso ayudaba a que el terror se hiciera aún más intenso. Desde aquel día adopté a The Texas Chainsaw Massacre como mi película favorita y de cabecera y estoy seguro que he hecho una acertada elección, ya que nadie ha podido destronarla del lugar de privilegio que le otorgué en mi vida.


FUENTES:

“Sangre, Sudor y Vísceras: Historia del Cine Gore”, Manuel Valencia y Eduardo Guillot.

“La Matanza de Texas: La Sierra es la Familia”, Manuel Romo

“Horror Holocaust”, Chas Balum

“Texas Chainsaw Massacre Fan Club”, http://www.tcmfanclub.com/

“Gunnar Hansen Official Website”, http://www.gunnarhansen.com/





martes, 4 de mayo de 2010

Evolución del Horror, del Monstruo de Leyenda al Monstruo Humano

Desde tiempos muy remotos el hombre buscó armarse de elementos de defensa para su supervivencia. El instinto lo llevó a trabajar rocas y maderas, moldeándolas, hasta convertirlas en filosos y mortíferos elementos punzantes, listos para ser utilizados contra quien fuera una inminente amenaza enemiga.


Con el descubrimiento de los metales, que acompañando el espíritu guerrero y combativo de algunos pueblos, la sangre humana comenzó a correr con más fluidez y la mutilación fue paso obligado e inevitable. El imperio romano sacó provecho de la furia y la saña con que sus hombres esgrimían sus armas, transformando esto en espectáculo, dando origen al sanguinario circo romano. Tiempo después los métodos de tortura y castigo hicieron del desmembramiento un verdadero arte, en donde las novedosas técnicas de mecánica y el imaginario perverso encontraron una fuente de explotación inusitada al ser puestas al servicio del sufrimiento y del dolor. Luego la guillotina, valiéndose de cierta practicidad y ahorrando el ensañamiento de artefactos similares de igual índole fue sin duda la vedette inigualada en cuanto a número de audiencia en las ejecuciones públicas, transformadas en espectáculos populares.




Cuando este práctico, efectivo y económico método de mantener entretenida a la ciudadanía fue desapareciendo (a cambio de oreos menos sangrientos y vistosos, no así menos crueles) el gusto del público en cuanto a avidez de mutilación y sangre seguía intacto. Allí hizo su aparición el teatro Grand Gignol de París (1897 - 1962). Se trataba de una puesta en escena audaz y vanguardista dramatizando explícitamente la crónica policial de la época o adaptando al voraz gusto de la población clásicos de la literatura del terror y el suspenso.



El Corazón Delator o Dr. Jeckill and Mr. Hyde eran recreados resaltando el lado más cruel y violento de la narración, ante un público en el que se mezclaba lo intelectual y el morbo popular.


Con la aparición del cine los monstruos clásicos de la literatura sirvieron de perfectos “chivos expiatorios” para transmitir mensajes donde lo prohibido se camuflaba de irreal. Estas criaturas cobraron vida en la pantalla, dejando entrever fantasías ocultas y deseos irrefrenables. La virilidad animal de King Kong, la sensual mordida del aristocrático Conde Drácula, el arrogante científico que osa desafiar a Dios, Dr. Frankenstein y su contrahecha criatura… Todos ellos bajo la custodia de un Hollywood que les daba asilo, siempre y cuando no mostraran sus garras manchadas de sangre. Los 30’s fue la década del terror clásico y de sus monstruos. Sin embargo, en lo 40’s, el género ya se notaba saturado y desgastado. El término de la segunda guerra mundial trajo cambios y evolución. Atrás quedarían cementerios inundados de neblina, tétricos castillos góticos, aullidos de lobos y aletear de murciélagos.


El público había adoptado otros miedos: las explosiones atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki sumadas al rumor de los primeros avistamientos de platillos volantes significaron aspectos decisivos para una renovación del género fantástico, sin olvidar el clima paranoide que la sociedad estadounidense vivía con la llamada Guerra Fría y la invasión comunista. Así, la ciencia ficción toma el lugar vacante dejado por los ya avejentados monstruos de la Universal (tanto personajes como actores) e impone los suyos propios advirtiéndonos, con ellos, del peligro de la guerra atómica y sus consecuencias. Pruebas nucleares desmedidas e injustificadas darían por resultado mutaciones animales y seres monstruosos producto de esos experimentos. Vigilar atentamente el cielo era otra precaución primordial, ya que provenientes de confines del universo aún inexplorado, podíamos ser visitados por seres de inteligencia superior y perversa con planes de conquistar el planeta Tierra.


Por aquel entonces no parecía caber duda de que la amenaza provenía de Marte, conocido también como “el planeta rojo”. Con este panorama apocalíptico, pero a la vez exitosamente taquillero, el género del terror fue languideciendo mortecinamente, hasta que en Gran Bretaña una incipiente y joven productora, la Hammer Films, demostraría que no todo estaba perdido en la vieja escuela de los clásicos terroríficos.


A diferencia de sus antecesores americanos de la factoría Universal, las criaturas de la Hammer volvían renovadas por una crudeza estética realzada por el technicolor y acompañada de un accionar más acorde y explícito a su accionar de monstruos. Frankenstein luciría supurosas suturas, fruto de insistente intervenciones quirúrgicas, Drácula, por su parte, mostraría sin tapujos filosos y amenazantes colmillos y sus ojos desorbitados e inyectados en sangre motivados por exuberantes y turgentes senos asomando por escotados camisones. La novedosa invasión británica fue bien recibida por la entusiasta audiencia, que ya había adoptado a las nuevas estrellas del género. Christopher Lee y Peter Cushing ya eran rostros familiares a la hora de asustar en la pantalla. El ensueño terrorífico duró poco y una vez más la realidad volvería a hacerse notar aguando la fiesta y superando a la más fantástica y horrenda de las ficciones. El momento donde la crueldad y la locura de la naturaleza humana sobrepasa a toda leyendo o monstruo imaginable, ridiculizándolo.

Corría el año 1957 cuando las crónicas policiales norteamericanas se hacían eco de un caso estremecedor que dejaba a los comics de horror del censurado William Gaynes como una fábula infantil de Christian Andersen. Los hechos sucedieron en el apacible poblado de Plainfield, Wisconsin. Su protagonista, un solitario e introvertido granjero, llamado Edward Gein. Tras presuntas sospechas que lo implicaban en la desaparición de una mujer, dueña del almacén de ramos generales del pueblo, la granja de Gein fue allanada por la policía local y allí comenzaría la pesadillesca leyenda de uno de los casos más escalofriantes y bizarros registrados en los anales de la criminología moderna. Tras morir su madre, mujer posesiva, autoritaria y fanática religiosa, a la que temía e idolatraba, Gein decide enclaustrarse en su granja y transformarla en un museo de los horrores privado, en donde daría rienda suelta a las fantasías necrófilas y fetichistas que tanto lo obsesionaban, relacionadas con el cuerpo humano, en especial la anatomía femenina, la cual desconocía por completo, se supone, por no haber mantenido relaciones sexuales, y los misterios de la vida y de la muerte, Aficionado a la taxidermia puso en práctica estos conocimientos para transformar los trofeos mortuorios producto de las profanaciones de tumbas que realizaba en el cementerio local en objetos decorativos para su hogar. Fue así cuando al penetrar en aquella granja la policía se encontró con una puesta en escena montada con la más enfermiza escenografía: lámparas con pantallas de piel humana, calaveras de adorno en los extremos de la cama, un cuenco para sopa hecho de un cráneo humano, cajas conteniendo órganos sexuales femeninos disecados, sillas diseñadas con huesos humanos y tapizadas con piel de la misma procedencia, máscaras y corsets de piel que Gein utilizaba para travestirse en pleno éxtasis, danzando como una grotesca marioneta a la luz de la luna. La prueba más contundente de su relación con la mujer desaparecida se encontraba en el granero de la granja: el cuerpo de la infortunada colgaba decapitado, del techo, y abierto en canal.

Obviamente la historia, por sus ribetes macabros, corrió como reguero de pólvora, horrorizando a toda una nación. Los detalles del hecho se hicieron públicos durante el juicio y pronto Ed Gein se convirtió en un personaje popular, una terrorífica leyenda viviente, una suerte de Boogeyman extraído de los cómics de horror para adolescentes que él tanto consumía. De allí fue bautizado “The Playnfield Ghoul”. Sin duda, lo que más llamaba la atención del público no era justamente lo prolífico de Gein como asesino, sino las aristas retorcidas y perversas del caso, que contenía todos los ingredientes necesarios para ocupar el lugar de una auténtica historia de horror: canibalismo, fetichismo, la probable virginidad de Gein a sus cuarenta años, la enfermiza idolatría por su madre que lo llevó a dejar intacta y cerrada con llave la habitación de ésta luego del día de su muerte e incluso sobre este tema se rumoreó que había robado el cuerpo de Augusta Gein para tenerla para siempre a su lado. Obviamente estos detalles alucinaron y superaron las afiebradas fantasías y elo morbo de la prensa amarillista y a su incondicional público. Pero cuariosamente, lejos de pertenecer a este rubro, el reconocido escritor, novelista y cuentista de ascendencia Lovefcraftiana, Robert Bloch, quedaría atrapado con la escalofriante crónica del caso Gein.



Ello incentivaría a su talentosa imaginación de forma definitiva en su carrera, pasando a escribir la novela clave cuya adaptación cinematográfica cambiaría la historia del séptimo arte y el concepto del cine de horror en particular, la tituló “Psycho” (Psicosis). En la novela se nota la clara influencia que tuvo el caso de Edward Gein en Bloch para construir su historia, y en especial para armar la personalidad y el perfil psicológico del protagonista, Norman Bates. Salvando unos pocos detalles que tienen que ver con la apariencia y lo escabroso del original, Norman era psicológicamente un calco casi idéntico de Gein. Solitario, retraido, obsesionado con la figura de su autoritaria y posesiva madre, ya muerta, aficionado a la taxidermia, inclinaciones al travestismo… Cuando la novela llega al inesperado desenlace y la complicada telaraña psicológica que en volvía al personaje se devela, en el capítulo anteúltimo encontramos una recreación exacta de cómo impactó la noticia del caso Gein en Robert Bloch, traspasándola a su personaje: “Los asaltantes del banco de Fulton fueron capturados en Oklahoma, pero esa notita mereció menos de media columna en el Weeckly Herald de Fair Valley, cuya primera página estaba dedicada por entero al caso Bates. Algunos periodistas lo compararon con el caso Gein, apasionante suceso ocurrido unos años antes. El fiscal de distrito exigía un rápido juicio y no hizo nada para contradecir los rumores que acusaban a Norman Bates de canibalismo, satanismo, incesto y necrofilia”. Psycho no fue un suceso literario en la carrera de Bloch, a pesar de que la historia poseía todos los ingredientes necesarios del terror y suspense que los aficionados al género exigían. No fue así para un experto en la materia, como lo era el maestro del suspenso, Alfred Hitchcock.

Aquello no le preció un detalle menor a l leer la novela. Su experiencia y sagaz olfato lo llevaron a escoger este thriller de horror, mediocre para muchos y hacerlo suyo para la pantalla. Semejante decisión produjo un cambio en la carrera del director. De todos sus films, Psycho es el más famoso y el que más impresionó al público, tanto en aquel entonces como luego. Su legendario asesinato en la ducha cambió el curso de la historia de Hollywood y de la cinematografía toda. Psycho permaneció, en líneas generales, fiel a la novela de Bloch. Para su adaptación eligió a Joseph Stefano, un compositor y letrista que acababa de iniciar su carrera como guionista cinematográfico. Hitchcock insistió en mantener la finalidad de la historia básica, aunque aceptó el consejo de Stefano e hizo a los personajes principales un poco más agradables. Hitchcock deseaba producir un trhiller de bajo presupuesto, tan barato como fuera posible (el director no era adepto a los gastos de producción). Decidió utilizar el equipo de los estudios de televisión de la serie Alfred Hitchcock Presents. Si bien en el universo de Alfred Hitchcock nada es casual, llama la atención un curioso detalle que se nota en una de las historias más famosas de esta serie, "Lamb to the Slaughter", acerca de una mujer psicológicamente desquiciada por la noticia de que su marido quiere el divorcio. Ante esta situación no duda en tomar una pierna de cordero del refrigerador y, golpeándolo con ella, lo mata. Luego cocina la pierna y la sirve a los desconcertados policías, que pretender hallar el arma homicida. El plano final de la historia sobre la cara de la desquiciada protagonista anticipa directamente el imborrable plano final de Perkins en Psycho. La amplia sonrisa en el rostro de un lunático, mirando directamente al espectador. Lamb to the Slaughter fue el capítulo favorito de la serie para el director. También decidió, para Psycho, contratar a actores económicos. Anthony Perkins, por ejemplo, le debía una película a la Paramount, y podía ser contratado por un precio razonable, del mismo modo que Janet Leigh y Vera Miles. Psycho fue producida con un presupuesto de U$S 800.000 y, al cabo de seis meses de su estreno Paramount envía al director un cheque por más de U$S 2.000.000. Después de su muerte, esta cantidad se había multiplicado por más de diez. En cuestión de semanas, desde finales de noviembre hasta principios de enero de 1959 Hitchcock dirigió Psycho. Todo fue hecho en el más absoluto secreto. Los actores principales recuerdan aquellos momentos históricos. Anthony Perkins diría: “Acepté el film incluso antes de haber leído el guión. Hitchcock y yo nos llevamos muy bien, y él me permitió hacer algunos cambios y sugerencias. Por ejemplo fue idea mía que estuviera comiendo caramelos durante toda la película. Creí que resultaría más interesante si el asesino era un compulsivo comedor de caramelos”. A diferencia de lo que muchos creen, Perkins no participó de la legendaria escena de la ducha, puesto que en aquella semana estaba en New York preparando un papel para un obra teatral en Brodway. Para la ocasión, Hitchcock, utilizó a una doble femenina disfrazada de anciana. Respecto a esta secuencia que ha generado, desde el punto de vista técnico, más análisis que cualquier otra en la historia del cine, el director adoptó siempre una actitud más bien fría. Para Janet Leigh, aquel papel y aquella escena le proporcionaron el desafío más grande de su carrera: “Hitchcock me envió el libro antes de que yo aceptara el papel, y me dijo que la parte pequeña y no muy interesante que tenía Marion Crane sería ampliada y más agradable. Y así fue. Cuando estábamos a la mitad del rodaje, todo el mundo sabía que teníamos una buena película entre manos, pero nadie tenía la menor idea de que íbamos a hacer historia. Hitchcock me dijo que me había contratado porque yo era una actriz. No la voy a dirigir en cada matiz, me advirtió, pero si no expresa usted lo que yo quiero, se lo arrancaré. Y si expresa demasiado se lo aplastaré. Lo único que tiene que hacer es encajar en el cuadro y en el ángulo de la cámara que yo necesito. Trabajamos en la secuencia de la ducha casi una semana. Salió muy profesional y de una forma muy rápida. Pero naturalmente, resultó agotador permanecer empapada durante toda una semana”. A la descripción del brutal asesinato en el guión, sólo mencionado en líneas generales en la novela, Hitchcock añadió en la toma un golpe. La sensación de un cuchillo golpeando, como si desgarrara la pantalla, rasgando la película. Si hay un momento de furia a lo largo del film, es en ese momento donde se manifiesta con toda su virulencia. Pero no fue la brutalidad de esta secuencia lo que causó alarma en la Paramount, en realidad fue una toma sin precedentes, incluido el sonido, la descarga de la cisterna del inodoro. Todo en torno a Psycho era explícito, y en la mente de Hitchcock quizás nada fuera tan explícito como este claro detalle del inodoro, teniendo en cuenta su retorcido sentido del humor. El montaje y la chirriante banda musical de Bernard Herrmann con instrumento de cuerda proporcionaban a la escena de la ducha exactamente el efecto que el director quería. Originalmente había previsto que el asesinato fuera acompañado únicamente por los gritos de la mujer y por el chapoteo del agua. Herrmann, sin embargo, le pidió a Hitchcock que escuchara la música que había compuesto para ella y Hitchcock tuvo que admitir que, finalmente, la banda original mejoraba mucho la escena, y vaya si lo hizo. Como parte del deseo de Hitchcock, insistió en que cuando se estrenara Psycho no se dejara entrar a nadie en el cine una vez empezado el film. La campaña publicitaria reflejó este deseo: “recuerdo el terrible que obtuvimos cuando se estrenó Psycho -diría Hitchcock- fue un desastre de crítica. Uno la calificó como una mancha en una honorable carrera y, un par de años más tarde haría la crítica de Repulsión, de Polanski, diciendo que era un thriller psicológico en el estilo Psycho de Hitchcock. Me sentía lo suficientemente interesado en el éxito de la película como para contactar con el instituto de investigación de la universidad de Standford, para que descubrieran a qué se había debido aquel impacto. Pero cuando me pidieron U$S 75.000 por el trabajo, les dije que no me sentía tan curioso”. Existe en Psycho un fenómeno de identificación, de atracción, repulsión de parte del público digno de analizar y remarcar. Hitchcock crea en el espectador un conflicto de complicidad en relación al personaje de Anthony Perkins. Impresionado por el violento e insensato asesinato en la ducha uno admira, sin embargo, la meticulosidad con la que limpia luego el cuarto de baño. Un trabajo que recuerda a algunos alardes maniáticos de Hitchcock: “Cuando yo abandono el cuarto de baño, todo está tan limpio que usted nunca sabrá que ha entrado alguien en él”. Una atracción similar se repite en la escena después de que el coche, conteniendo el cadáver se detiene momentáneamente cuando está hundiéndose en el pantano. El espectador se siente aliviado cuando finalmente se hunde entre gorgoteos: “Este es uno de los grandes misterios de la psicología de los públicos” diría el director. Psycho llegó mucho más allá en la historia de la cinematografía que aquellos que definieron a su creador como un sádico hijo de perra o la obra de un bárbaro sofisticado, a lo que Hitchcock reflexionó, en su estilo “Después de todo, puede que tengan razón”. Evidentemente el film poseé un penetrante sentido de la fatalidad, de monstruosa e incontrolable locura para su época, que supera cualquier cosa hecha hasta entonces, incluso por el propio Hitchcock. Él no está describiendo sólo un mundo de locura y pesadilla, sino un mundo real de emociones reconocibles, que son devoradas por el reino de la demencia. Psycho se estrenó en 1960. Para entonces, Edward Gein ya llevaba más de tres años recluido en una institución mental, donde murió en 1984, previa apelación a su libertad. Es probable que nunca haya visto Psycho, la película que inspiró su patética vida. Menos aún imaginaría que poco más de una década después su historia serviría nuevamente de modelo para crear el film más shockeante y emblemático del cine de horror actual…


FIN DE LA PRIMERA PARTE